Permanentemente vivimos expuestos a
grandes temores que muchas veces nos hacen perder el control. Como sucedió con
María, la voz de Dios también se hace oír en nuestros tiempos, animándonos a no
temer, a no sentirnos derrotados ni confundidos ante ninguna circunstancia, por
difícil que ésta sea, o aún como le sucedió a María, que inicialmente no
entendió las palabras del ángel.
Dios como creador y diseñador de
nuestra vida sabe exactamente qué cosas necesitamos; sabe de nuestras
limitaciones; es conocedor de la profunda necesidad de equilibrio, paz y
justicia del mundo actual; de la grave crisis espiritual, social, familiar y
personal que atraviesa la humanidad; sabe que a diario nos enfrentamos a
desafíos altos, situaciones adversas, conquistas imposibles; Él conoce nuestros
más grandes sueños y conoce también los motivos de nuestros desvelos, sabe que
lloramos muchas veces o que la soledad se convierte para muchos en compañera
inseparable. Nadie como él conoce nuestra realidad y nuestra impotencia para
cambiar muchos aspectos; lo mal que nos sentimos por no conseguir lo que
anhelamos, lo temerosos frente al futuro incierto o lo confusos ante la misma
Palabra de Dios, por no entender sus propósitos o sus planes con respecto a
nuestra vida.
Ese mismo ofrecimiento de vida, de
paz y de salud total que le ofreció a María, lo tenemos hoy. Él ofrece cambiar
nuestro temor por su confianza, nuestra confusión por su lucidez, nuestra
amargura por su perdón, nuestro odio por su amor. Él nos da su voz de aliento.
Él tiene la cura para nuestro dolor, la provisión para nuestra escasez, la
respuesta para nuestro temor.
Bien dice la Palabra de Dios, que en
el amor no hay temor, y que el perfecto amor echa fuera el temor. Sólo basta
con abrir la puerta del corazón a Jesucristo, accionando la llave de nuestra
voluntad para recibirle e invitarle a morar, a reinar, a tomar el control; y si
ya lo hizo, quiere que sigamos hallando su gracia delante de Él.
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