“Venid a mí todos los que estáis
trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y
aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para
vuestras almas” (Mateo 11:28-29)
En tiempos remotos, la adrenalina que
activaba el sistema nervioso y daba comandos a todo el cuerpo colocándolo en
alerta y preparándolo para lanzar una flecha al enemigo, o para escapar de un
oso en medio de los bosques, determinaba una importantísima pauta de
supervivencia. Pero nuestra civilización brinda la oportunidad de experimentar
un aumento considerable y nocivo de adrenalina en cada semáforo, en cada calle,
y en cada suceso, incluso intrascendente de la vida. Esta preparación para la
supervivencia, tan repetitiva e innecesaria, termina por afectar la salud y
disminuir la longevidad del hombre y la mujer de hoy, quienes necesitan menos
fortaleza física, pero mucha más serenidad.
El hombre moderno busca
desesperadamente un oasis en medio del desierto, un refugio seguro en medio de
la tormenta, un solaz que le brinde verdadera paz, pero no lo puede encontrar.
La ciencia ha hecho enormes esfuerzos para encontrar un camino que le ayude al
ser humano a enfrentar con éxito las tensiones y presiones de la vida, pero lo
único que ha podido comprobar es que la verdadera causa del desajuste es de
índole espiritual.
El ser humano es un ser espiritual,
quiere decir que tiene un espíritu diseñado para comunicarse con Dios y recibir
de Él su poder, su amor, su sabiduría, su equilibrio, su entusiasmo. La
enfermedad o el desequilibrio físico reflejan la interferencia o ausencia de
esta relación vital, sanadora y restauradora del hombre con su Creador.
Esto quiere decir que al volvernos a
Él, al volver en amistad, en paz con Dios, comenzaremos a ser capacitados para
enfrentar toda presión externa, con una poderosa fuerza interior que viene de
Él, que suple nuestras más profundas necesidades y, además, nos capacita para
dar a otros, beneficio y bienestar.
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