“No os acordéis de las cosas pasadas, ni
traigáis a memoria las cosas antiguas. He aquí yo hago cosa nueva; pronto
saldrá a luz; ¿no la conoceréis? Otra vez abriré camino en el desierto, y ríos
en la soledad” (Isaías 43: 18-19)
Muchos seres humanos se encuentran presos
tras los infranqueables barrotes de la amargura, el odio, el resentimiento, la
derrota y la frustración. Por más que luchen, no pueden librarse del fantasma
que asalta su mente cada día. Recuerdos dolorosos, agravios, insultos,
traiciones y desilusiones, ocupan buena parte de sus pensamientos, determinando
poderosamente sus acciones y por tanto, los resultados que obtiene y la calidad
de su vida.
Conociendo el grave daño que hace a
nuestra vida permanecer en el pasado, cómo nos paraliza y desalienta, cómo nos
quita la paz y nos enferma de amargura, la instrucción que Dios nos da es que
lo dejemos atrás para siempre. El apóstol Pablo comprendió esta verdad
maravillosa y la señala como el camino que nos lleva al perfeccionamiento de
nuestro ser: “Olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo
que está delante, prosigo a la meta” (Filipenses 3: 13-14)
No hay nada que tenga mayor beneficio a
nuestra vida que saber que cada día y cada instante, tenemos una nueva
oportunidad de parte de Dios para tomar sendas rectas, para sembrar semilla
buena. Levantémonos con el poder del Espíritu Santo a tomar la decisión de
dejar bajo la cruz de Cristo que murió por nuestros pecados, errores y
equivocaciones, todo lo que nos ancla al pasado y nos impide avanzar. No
pensemos más que todo tiempo pasado fue mejor. Recordemos que a los que aman a
Dios, todas las cosas les ayudan a bien, y esto quiere decir que nuestro Padre
celestial nos tiene reservado lo mejor. Pongamos nuestra mirada sobre Él,
contemplemos permanentemente su poder, su bondad, su fidelidad y su amor que es
eterno y permanece para siempre, ese será nuestro derrotero más seguro.
Utilicemos entonces nuestra mente para
guardar, recordar y repetir las palabras que nos llevarán a la excelencia, a la
victoria en todo, a la felicidad completa, al oír atentamente la voz de Dios,
guardarla en su corazón y hacerla parte de su vida incorporándola a su manera
de pensar, sentir, actuar y vivir; y por último, poner por obra todo lo que Él
le dice.
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