Salmo 100:1-5... Este pasaje nos narra la historia de diez hombres que
habían caído en una terrible desgracia: eran víctimas de la lepra. Esta, era
una enfermedad verdaderamente terrible, incurable y progresiva, que afectaba la
piel produciendo grandes placas blanquecinas sanguinolentas que finalmente
desprendían fragmentos de piel y tejidos afectados. Por supuesto, estos hombres
eran rechazados por la sociedad, tenían que mantenerse aislados del resto de la
gente, aun de su familia y amigos. Las leyes eran tan estrictas para evitar el
contagio, que si algún enfermo se acercaba a una población más de la distancia
permitida, era apedreado.
En estas circunstancias, el Señor
Jesús encontró a estos hombres, un día que caminaba hacia una aldea entre Samaria
y Galilea. Seguramente habían escuchado hablar del Maestro de Galilea, el hijo
del carpintero, cuya fama se había extendido por toda la región, pues no había
espíritu o enfermedad que pudiera resistirle. Sabían que era su única
esperanza. Así, que quizá les esperaban; quizá lo habían hecho durante muchos
días, esperando verlo por allí. Nos cuenta la historia que estos hombres
alzaron la voz y clamaron de lejos a Jesús que tuviera misericordia de ellos.
Jesús los vio, se acercó rompiendo las normas que prohibían el contacto con
ellos, y les habló, dándoles una indicación de ir a presentarse delante de los
sacerdotes. Y sucedió lo más maravilloso: mientras caminaban fueron sanos,
limpios de la terrible enfermedad.
Aunque inesperada y riesgosa la
orden, ellos obedecieron, empezando a experimentar en sus cuerpos, algo
extraordinario: estaban siendo limpios de su enfermedad, la lepra estaba
desapareciendo prodigiosamente. Era verdad, Jesús era el hijo de Dios, Dios
mismo; sólo Él podía haber hecho semejante milagro. Así que uno de ellos, al
darse cuenta de su sanidad, volvió gritando, dándole la gloria a Dios y
buscando a Jesús para expresarle su amor y su profunda gratitud. ¿Qué cree que
pasó con los otros nueve?
Seguramente también nosotros hemos
visto en múltiples ocasiones la misericordia de Dios en nuestras vidas pero con
un espíritu ingrato, no reconocemos la misericordia de Dios. Llegó el momento
de ejercitar la mejor terapia para la salud espiritual: Dar Gracias. Recuerde
que el leproso agradecido no sólo fue sano, también fue salvo desde aquel
momento. Qué relación tan estrecha hay entre la gratitud y la salvación. ¡Nunca
lo olvide!
HABLEMOS CON DIOS
“Amado Señor, en este día quiero
pedirte perdón por las múltiples ocasiones en que has estado allí cuidándome,
protegiéndome, amándome, sin que siquiera lo notara o estuviera interesado en
reconocerlo y mucho menos, en agradecértelo. Te pido con todo mi ser, que me
enseñes a vivir permanentemente agradecido. Así disfrutaré de tu maravillosa
salvación. Amén”
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