“Bienaventurado el pueblo que sabe
aclamarte; andará, oh Jehová, a la luz de tu rostro. En tu nombre se alegrará
todo el día, y en tu justicia será enaltecido. Porque tú eres la gloria de su
potencia, y por tu buena voluntad acrecentarás nuestro poder. Porque Jehová es
nuestro escudo, y nuestro rey es el Santo de Israel” (Salmo 89:15-18)
Aclamar, es dar voces de júbilo en
honor a alguien, glorificar, ovacionar, loar, aplaudir, palmear, vitorear.
Bienaventurado el pueblo que hace todo esto para Dios, que sabe reconocer cuál
es la verdadera fuente de su poder, de su bendición y de su alegría. Bienaventurados
aquellos que no creen que en la fuerza de su propio brazo sino en Dios que los
fortalece.
Felices serán aquellos que no tienen
puestas sus esperanzas en su trabajo, en su familia, en un amigo, sino en Dios.
Su corazón agradecido les hará benditos y traerá a sus familias, posesiones y a
todo lo que hacen, una gran prosperidad.
Todos los grandes hombres de fe,
poderosos en obra y en palabra, que han dejado una huella imborrable por sus
hazañas, al ser instrumentos en las manos de Dios para el cumplimiento de sus
planes aquí en la tierra, han sido hombres y mujeres que han aprendido a alabar
y a reconocer a Dios. Vivieron vidas bienaventuradas y aun, tuvieron riquezas,
pero nunca hicieron de ellas el centro de su existencia. Esto también lo
aprendí de un gran hombre a quien admiré pues me enseñó siempre a reconocer a
Dios, a agradecerle por todo y a darle el primer lugar. ¡Qué hermosa semilla la
que sembró en el corazón de su esposa y sus hijos! pues ahora, es así como
vivimos y nos fortalecemos cada día para seguir adelante sin desfallecer.
Otro gran ejemplo en la Biblia fue
Moisés, el gran libertador de Israel. Al culminar su misión, antes de ir al
encuentro del Señor, compuso un hermoso cántico de acción de gracias a Dios por
su fidelidad y su infinita bondad. A través de él, instaba a su pueblo a no
olvidarse de Dios, de sus obras poderosas con que los había salvado, pues de lo
contrario, ellos y sus hijos acarrearían enormes dolores y aflicciones. Por eso
sus últimas palabras fueron: “Escuchad, cielos, y hablaré; y oiga la tierra los
dichos de mi boca. Goteará como la lluvia mi enseñanza; destilará como el rocío
mi razonamiento; como la llovizna sobre la grama, y como las gotas sobre la
hierba; porque el nombre de Jehová proclamaré. Engrandeced a nuestro Dios. Él
es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectitud; Dios
de verdad, y sin ninguna iniquidad en Él; es justo y recto.” (Deuteronomio
32:1-4)