Así como nosotros nos cuidamos, nos
guardamos, nos preservamos, nos consentimos, de esa misma forma debemos
considerar y amar a cualquier ser humano. En la actualidad, en nuestro entorno
reina un ambiente colmado de egoísmo e indiferencia; donde hacer mal al prójimo
se ha convertido en un lamentable hábito, al punto que ya nadie lo advierte, es
más, algunas acciones de maldad ni siquiera se miran como lo que son.
A menudo nosotros aunque conocemos
este mandamiento, también podemos carecer de esa divina disposición de nuestro
corazón para amar a nuestros semejantes como nos lo ordena el Señor. También se
pueden confundir los conceptos entre amor al prójimo y amistad, afecto,
simpatía, cariño, aprecio, compañerismo, afinidad; los que solamente son
resultado del genuino amor.
El ministerio de Jesús, sin lugar a
dudas se basó en el amor de Dios hacia el ser humano, y siempre Jesús en sus
enseñanzas reafirmaba la importancia de amar al prójimo; los maestros de la Ley
o fariseos, conocían perfectamente estas ordenanzas, sin embargo, no tenían la
disposición de corazón para ponerlas en práctica.
El amor a Dios y al prójimo son
verdades que debemos asimilar hasta que sean para nosotros un principio
inquebrantable, lo que es posible cuando creemos y aceptamos que todos los
seres humanos han sido creados a imagen y semejanza de Dios; por consiguiente,
el amor al Creador implicará amor a lo creado. Al identificarnos con Cristo,
nos identificamos con su carácter, es decir, éste tiene que fluir en y a través
de nosotros los creyentes, por lo tanto, debo asimilar el amor al prójimo ya
que éste está en la esencia de su carácter.
Cuando leemos con atención y
meditamos en el anterior pasaje, comprendamos también que amar a Dios y a
nuestros semejantes, son dos mandamientos inseparables, pues el primero
necesariamente dará como resultado el segundo. El amor por los demás depende de
nuestro amor a Dios; y nuestro amor a Dios se demuestra por nuestro amor a los
demás.
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