“Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en
abundancia”. (Juan 10:10b)
Esta es una de las declaraciones más
revolucionarias y transformadoras que el hombre haya podido escuchar jamás, y
que encierra todo el amor con que el Padre nos ama. Es el compromiso que Él
asumió al crearnos, de hacernos felices, y darnos en Jesucristo, su Hijo, la
única posibilidad de serlo, pues sólo su muerte en la cruz quitaría el eterno
obstáculo del pecado, causante de toda la tristeza y dolor de la humanidad.
Para entender que Jesús es la vida;
la única, verdadera, completa y feliz vida, y de esta forma estar dispuestos a
recibirla, debemos primero comprender cuál era nuestra realidad sin Cristo y
qué concepto que teníamos de vida.
Dios no diseñó al hombre para vivir
en sus propias fuerzas, separado de Él, sino para que dependiera de Él y
pudiera mostrar su gloria al mundo. Sería como una hermosa lámpara alumbrando
un recinto oscuro, que, mientras está conectada a la fuente de la electricidad
puede cumplir perfectamente con el propósito para el cual fue diseñada. Pero si
se desconecta, aun cuando su mecanismo interior es perfecto, ya no puede
funcionar, y pierde así el sentido de su existencia. Así quedó el hombre cuando
por desconocer la voluntad de su Creador, decidió desobedecer su instrucción.
Se abocó entonces a la muerte. Aunque siguió hablando, caminando y respirando,
ya no alumbraba. Él creyó que tenía vida, pero no era así. Había perdido la
verdadera vida, que imprimía la luz de Dios en él. Por eso, a partir de
entonces, el hombre quedó separado del amor de Dios, de su perfección, de su
pureza, de su santidad. Ya nunca más pudo volver a ser feliz.
Es por todo lo anterior, que el
mensaje del Señor Jesús es trascendente y definitivo. Él es la vida, y sólo
pueden tenerla, aquellos que creen en Él, recuperando así su luz, su felicidad
y su sentido para vivir. A Nicodemo también le quedó clara esta verdad, cuando
Jesús dijo: ¡Tienes que nacer de nuevo! Le hablaba de un nacimiento espiritual,
de adquirir una vida que no tenía hasta ese momento, aunque era maestro de la
ley. Una vida abundante, una vida eterna que sólo recibimos por fe, cuando
dejamos que Cristo entre a nuestro corazón (Juan 3:14-15).
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