“Volveos
a la fortaleza, oh prisioneros de esperanza; hoy también os anuncio que os
restauraré el doble”. (Zacarías 9:12)
En
la antigüedad, las prisiones eran cisternas secas, estanques cavados en la
tierra o en piedras, lugares nada confortables, que ofrecían estadías en
condiciones muy precarias a quienes eran privados de la libertad y destinados a
sufrir por largo tiempo un verdadero infierno.
Si
hacemos un paralelo a lo que era nuestra vida antes de recibir a Jesucristo,
nuestra vid, tal vez nos sintamos identificados con esta clase de prisión; pero
gracias a su luz salvadora, hoy disfrutamos de la libertad total, que nos
permite alcanzar nuestros sueños y anhelos más grandes. Recordemos siempre que
Cristo murió por nuestra libertad y no caigamos en el error de volver a la
prisión, dejando que las dificultades, problemas o crisis del pasado nos
sumerjan nuevamente en la cisterna, destruyendo nuestras esperanzas.
El
hijo de Dios debe tener siempre la certeza de la victoria en su vida, pues ésta
la recibimos de Cristo, el victorioso que venció la muerte y que hoy vive en
nuestro corazón, quien afirma nuestros pasos para la batalla y nos fortalece
para no desmayar; él es la roca que nos salva de la adversidad, cuando buscamos
refugio en ella (Salmo 31:2) allí estaremos tranquilos y confiados, porque si
lo dejamos actuar experimentaremos sanidad, y nuestro corazón se llenará del
inconfundible amor de Dios, capaz de restaurar cualquier quebranto en nuestra
vida y convertirlo en la más grande bendición. Sólo Dios puede hacer florecer
el desierto que para algunos es su vida.
Entréguese
hoy a Dios; confíe, pues aunque usted se soltara de su mano, él nunca lo
soltará de la suya; él lo llevará por el camino de la felicidad, haciendo de
usted un hombre nuevo, capaz de encarar cualquier desafío de la vida.
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