Hace
aproximadamente dos mil años, Jesús estaba en manos de los soldados romanos.
Los judíos le habían llevado a juicio y acusándole ilegalmente consiguieron la
pena de muerte.
Pilatos,
consciente de la injusticia al crucificar a un inocente, le da a Jesús la
oportunidad de presentar su defensa, pero Él simplemente guarda silencio,
renuncia a sus derechos y recibe su sentencia; La Cruz y todo el sufrimiento
que ella acarrea.
Jesús
enfrentó una muerte cruel e injusta. El hijo de Dios, aunque tenía toda la
autoridad para bajarse de esa cruz y juzgar a sus verdugos, fue como oveja al
matadero. A diferencia nuestra, Él no cometió pecado, y por lo tanto esos
cargos no le pertenecían y mucho menos la corona de espinas o la lanza en el
costado.
Pero
Cristo al tomar la cruz, también tomó nuestro lugar y pagó nuestra deuda con su
propia vida, Él se entregó y sufrió el castigo para que nosotros fuésemos
libres.
A
diferencia de lo que muchos creen; a Jesús no le mataron los judíos, los
romanos o la multitud que aclamaba a Barrabás, a Jesús no le matamos nosotros,
con nuestros actos injustos o indiferencia. En realidad Jesús se entregó a sí
mismo, lo hizo de manera voluntaria y por amor a ti y a mí. Él al guardar
silencio; tomó los cargos que nos acusaban, junto con la condena y el castigo
que merecíamos. Esa cruz no era de Jesús, esa cruz era tuya y mía.
Al
recordar la muerte y resurrección del hijo de Dios, nos damos cuenta que su
amor y entrega cambió nuestras vidas y eternidad. El valor de su sacrificio es
inestimable, como lo es la persona que conoce a Cristo como su Salvador.
Hagamos
de cada día, la oportunidad perfecta para reflejar el mensaje de Cristo y su
sacrificio. Jesús pagó voluntariamente el precio para que tú y yo fuésemos
salvos, paguemos el precio para que otros lo sean también.
Juan
10:17-18 ”Por eso me ama el Padre: porque entrego mi vida para volver a
recibirla. Nadie me la arrebata, sino que yo la entrego por mi propia voluntad.
Tengo autoridad para entregarla, y tengo también autoridad para volver a
recibirla. Éste es el mandamiento que recibí de mi Padre”.
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