“Jehová redime el alma de sus siervos, y no serán condenados cuantos
en él confían” (Salmo 34:22)
Hay hermosas
historias de valor y de encomiable nobleza, en las que algunos hombres se han
comprometido con la vida de otros que no tenían ninguna oportunidad. Parejas
que han brindado todo su amor a un niño enfermo o limitado, adoptándolo como
hijo; padrinos que han invertido todo lo que tienen para apoyar a un joven
científico o artista, o personas que han entregado posesiones por liberar a
otros que se encontraban presos o en cadenas de esclavitud. Pero la más grande
redención, entendiendo ésta como el pago de un precio por la libertad, fue
aquella en la cual Jesucristo entregó su vida y derramó su preciosa sangre por
nosotros, cuando, según la misma palabra de Dios, éramos sus enemigos y
vivíamos ajenos a sus enseñanzas y a su amor. Nos encontró aunque no le
buscábamos, nos sanó aunque no se lo pedimos, nos salvó aunque no lo
merecíamos. Quitó el pecado que nos esclavizaba para poder presentarnos libres
al Padre, y ya limpios, sanarnos, restaurarnos y transformarnos en hombres y
mujeres nuevas. Además, su propósito es capacitarnos y habilitarnos
sobrenaturalmente a través de su Santo Espíritu, para ser sus siervos, sus
ministros, sus representantes ante el mundo. Todo esto sucede a partir de una
respuesta del hombre al amor de Dios. Cuando el ser humano se acerca a Dios,
conoce y recibe su maravilloso e incomparable amor manifestado en la redención
que le trae perdón y libertad, entonces su corazón puede confiar firmemente en
sus promesas de bendición y comienza a actuar en obediencia a sus
instrucciones, sin apartarse de ellas ni a derecha ni a izquierda. He aquí, la
verdadera confianza que Dios premia. ¿Desea usted sentirse libre, sano y con un
nuevo corazón capaz de perdonar, de recibir y prodigar amor? Entonces acérquese
con libertad a su Papá Dios, reciba el regalo de su amor y confíe plenamente en
sus promesas de bendición.
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