“Tú encenderás mi lámpara; Jehová mi Dios alumbrará mis tinieblas.
Contigo desbarataré ejércitos, y con mi Dios asaltaré muros. En cuanto a Dios,
perfecto es su camino, y acrisolada la palabra de Jehová; escudo es a todos los
que en él esperan” (Salmo 18:28-30)
PASAJE COMPLEMENTARIO: Salmo 37:3-9; Isaías 40:28-31
Esperar en el Señor es la respuesta natural de aquel que tiene fe, que
se ha liberado del egocentrismo dejando de depender de su propio “yo”,
decidiendo no apoyarse más en su mente finita y limitada. Esperar es la actitud
natural del que se siente verdadero hijo de Dios.
Cuando en el proceso de acercarnos a Dios entendemos por fe y por
revelación que somos hijos y comenzamos a disfrutar de esta nueva relación con
Él, podemos trascender a un plano superior de vida, donde los milagros se
vuelven nuestro “pan de cada día”. Somos libres del miedo que las diferentes
circunstancias de la vida pudieran producirnos, pues entendemos que si bien, en
el mundo tendremos aflicciones, Él, nuestro Padre, ha vencido al mundo.
Además, es evidente que el Señor desea formar en nosotros sus hijos, la
constancia y la perseverancia, ya que estos son virtudes que nos llevarán
siempre a tener victoria en todos los aspectos de nuestra vida y finalmente,
habiendo insistido en hacer la voluntad de Dios, recibir aquello que nos ha
prometido. De ahí, que se nos coloca también como ejemplo al agricultor, quien
prepara la tierra, siembra la semilla, aguarda con paciencia las temporadas de
lluvia, y espera pacientemente a que la tierra dé su precioso fruto. Pero si
aún con todo esto, la espera nos parece dura, sólo por un momento meditemos en
la paciencia que Dios ha tenido con cada uno de nosotros, como lo expresa
Isaías 30:18: “Por tanto, Jehová esperará para tener piedad de vosotros… porque
Jehová es Dios justo; bienaventurados todos los que confían en él”.
Como hijos estamos llamados entonces, a esperar confiados y esto implica
una búsqueda permanente de su presencia a través de la oración y la Biblia. La
Palabra de Dios se vuelve el deleite y la necesidad más urgente para el hombre
de fe, que se sabe hijo de Dios. Busca permanecer en ella, la lee y la estudia
diariamente. Cultiva el hábito de escudriñarla con cuidado y profundidad.
Comprende que toda la Escritura es pura, perfecta y le señala el camino
correcto, por el cual puede andar con toda seguridad, convirtiéndose ella en su
más grande escudo y fortaleza.
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