“…No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú… A mis ojos
fuiste de gran estima, fuiste honorable, y yo te amé; daré, pues, hombres por
ti y naciones por tu vida” (Isaías 43: 1-4)
Cuánto amor y profunda
estima encierran estas palabras, dirigidas por nuestro Padre celestial a cada
uno de sus hijos:
“No temas” El temor es uno de los azotes más grandes del hombre, que le
bloquea, le paraliza
y le impide avanzar hacia los extraordinarios propósitos que Dios ha
trazado para su vida.
Sin embargo, Él nos dice: “Yo estoy contigo”. Es entonces cuando
comprendemos que la solución que Dios da frente al temor es su presencia. Ella
sola nos basta para vencer el miedo y levantarnos a actuar, a proseguir sin
desmayar. Ahora bien, es la oración que el hombre dirige
a su Creador y Padre, la mejor manera para experimentar su presencia y
ser fortalecidos, pues la respuesta no se hace esperar, como lo asegura el
profeta cuando escribe: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento
en ti persevera ; porque en ti ha confiado” (Isaías
26:3).
“Yo te redimí” Otro de los conflictos que agobian a los seres humanos es
la culpa, la cual aparece cuando la conciencia nos acusa por los actos
incorrectos que hemos cometido. Sin embargo, la gracia, el amor y el perdón de
Dios son suficientes para limpiarnos de todo error, transformando nuestro
corazón, liberándonos del egoísmo que nos lleva a pecar, y por tanto,
reemplazando la culpa por una hermosa experiencia de genuino arrepentimiento y
profunda gratitud. Esto sucedió con la mujer adúltera cuando el Señor pronunció
estas palabras, que también a nosotros nos dirige hoy: “Ni yo te condeno; vete,
y no peques más” (Juan 8:11)
“Te puse nombre” Cada uno de nosotros es especial para Dios y es el
objeto de su amor. Por eso se toma el trabajo de trazar un plan único y
particular, de excelencia y amor, para cada uno.
“Mío eres tú” ¡Le pertenecemos a Dios! ¡Somos su más preciosa posesión!
“Yo estaré contigo” Es inevitable para el ser humano, por más fuerte,
grande o poderoso que parezca, sentirse vulnerable o impotente en muchas
circunstancias de la vida. Sin embargo, en
Dios, nuestra debilidad se convierte en fortaleza, nuestros imposibles
se hacen posibles por su poder.
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